sábado, 28 de octubre de 2017

CUENTOS AMBIENTALES: La maldición de los estorninos

(Para Mario)

Nosotros, los estorninos, vivíamos en los árboles del bulevar. Cada mañana, al amanecer, salíamos a aprovisionarnos de alimento. Y cada día, al atardecer, volvíamos en bandadas a los plátanos de la alameda para dormir.

Pero, con la llegada del otoño, la gente empezó a protestar del ruido que hacíamos y de nuestras defecaciones sobre bancos y coches.

Primero, trataron de ahuyentarnos con una especie de matracas. Nosotros, casi cabeceando de sueño, levantábamos un poco el vuelo, pero como era de noche, ¿a dónde íbamos a ir…?

Luego, empezaron a pasar con un casete en el que tenían grabados unos sonidos horrísonos como de un pájaro enorme. Todos nos revolvíamos, desasosegados; pero, otra vez, ¿qué íbamos a hacer si no tenemos ojos de gato…?

Más tarde, como cada año, comenzó la poda y la lucha por un lugar donde dormir entre las hojas de los pocos árboles que iban quedando. Cada día, al ponerse el sol, regresábamos en grupos, preparados para disputarnos el puesto con los que antes eran colegas de árbol.

El griterío era inmenso. Parecía el patio de una corrala o una discusión de fútbol:

-       Que esta es mi rama...
-       Pero yo he llegado antes...

Los picotazos y aletazos eran constantes. Al final, unos tenían que ceder e irse a dormir a otros árboles de hoja perenne, aunque no fueran sus favoritos.

Esto sucedía así, un año tras otro. A veces éramos noticia en los periódicos o en la tele y todos se empeñaban en buscar el mejor método de desterrarnos; aunque el problema solo se trasladaba a otro lugar.

Un día, apareció un primo lejano de la isla de Mull, en Escocia. Le habían enviado sus padres de visita. Cuando vio toda la parafernalia, nos dijo: “¿Y os gusta vivir así? En Mull tenemos todo el sitio del mundo y nadie nos molesta”.


                                                     Ilustración de Sonia Piñeiro
                                                              http://soniapineiroambrosio.blogspot.com.es


-       Háblanos más de tu isla -le suplicamos.

-      Well! En Mull ha disminuido mucho la población y, además, hace bastante viento, así que a los humanos, excepto a algunos locos que se echan al monte con unos prismáticos, no les gusta mucho habitar las granjas de antaño. Entonces, todo el paisaje, las playas, las montañas, son para nosotros, los estorninos pintos. Nos gusta ver a las vacas pasear por la playa, e incluso admitimos que algún viajero solitario nos estudie con sus anteojos de larga distancia. Pero no hay algarabías ni peleas entre familias. Y nadie nos persigue.

- ¡Qué envidia! -suspiramos nosotros.

- Sí, pero en otros lugares puede ser aún peor. Mi padre me contó que a mi abuelo le persiguieron en Túnez por picotear los higos, y mi abuela griega sufrió las iras de los campesinos debido a sus antojos de aceitunas. Así que no os quejéis tanto. Por lo que me decís, podéis trasladaros a las palmeras cuando podan en otoño, estar calientes con la contaminación de la ciudad y alimentaros de los insectos  y otros invertebrados entre la hierba de los parques y jardines municipales. Además, las vistas que tenéis desde las antenas de televisión o las grúas, son magníficas.

- Nunca lo habíamos pensado así. Si sólo los humanos nos dejaran dormir en paz...




sábado, 14 de octubre de 2017

CUENTOS AMBIENTALES: La peregrinación de los árboles

(Para Sara, César y Aída)


                            Ilustrac. Sonia Piñeiro. http://soniapineiroambrosio.blogspot.com.es/

Hace miles de años, cuando aún los árboles no eran seres petrificados sino Seres Vivos, en el auténtico sentido de la palabra, se produjo –por causas desconocidas- una migración de todas las especies...

Las hayas, con sus patas de elefante, como si llevaran las botas de Pulgarcito, iban abriendo camino, extendiendo los brazos en horizontal para no golpearse contra las peñas. Detrás, en procesión, sin orden ni concierto, le seguían los abedules, los más rápidos, moviéndose ligeros como bailarinas o una corte de hadas. En la cola, los árboles de crecimiento más lento: olivos centenarios, llenos de arrugas; los acebos y las acebas, con sus bayas rojas al viento; tejos y tejas; los cipreses enhiestos, encinas, alcornoques...

Verlos cruzando montañas, ríos y valles era más asombroso que la peregrinación de los animales salvajes por la sabana africana o la de los bisontes en Norteamérica en tiempos de los indios cherokis.

Nadie sabe el porqué de la larga marcha. Algunos se quedaron por el camino, y fueron colonizando grandes extensiones de la taiga o de la tundra. Otros accedieron, transformados en arbustos o en plantas diminutas, a las cumbres más heladas de las montañas, donde soplan vientos gélidos y gimen las tormentas.

Uno, un serbal de cazadores, se quedó en mi jardín. Venía de las  tierras altas  de Escocia y tenía ganas de conocer el viento sur y los calores del mediterráneo. Era amigo de los cuervos, quienes en otoño le aliviaban de la pesadez de sus frutos. Ellos le traían noticias de las Highlands, entremezcladas con música de gaitas.

En el jardín, pronto entabló relación con los espinosos majuelos, que se llenaban de flores blancas cada primavera; y con la retama olorosa, los avellanos y los robles. Aprovechaban las ráfagas de viento para enviarse como regalo aromas, flores y frutos. También se contaban chismorreos de lo que acontecía en jardines vecinos: el tejo centenario que unos nuevos inquilinos habían talado sin ninguna piedad; el jardín del perro Boecio, transformado ahora en un patio de cemento con rampas de acceso, o incluso los nuevos árboles que habían plantado en la ampliación del cementerio, blanco y calentito, a las afueras del pueblo.

El serbal se sentía muy contento de haber llegado a ese lugar en peregrinación. Su viaje había terminado... por ahora...