martes, 26 de agosto de 2014

HACIENDO VELA EN UN PANTANO

En 1993 y 1994 hice dos cursos de vela, en Madrid, según me recuerdan mis licencias deportivas. Desde entonces, me encanta -casi me hipnotiza- el sonido de las drizas en el palo mayor, y siempre que paso ante el mástil de una bandera, el clink, clink, me traslada a mis días en el pantano de Valmayor.

Otra cosa que me ocurre es que, cuando veo un curso de vela en cualquier sitio, no puedo evitar empezar a hacer cábalas sobre cómo y cuándo podría hacerlo. Es una especie de “mono”.

Y eso que en vela no he sido precisamente una “lumbrera”, sino más bien “zote”.

El segundo año (más bien, la segunda primavera) recuerdo que quería repetir el curso de iniciación (creo que aún me veía un poco verde)...,  pero en secretaría no me dejaron, así que tuve que apuntarme al de perfeccionamiento.

Seguía siendo tan desastre como siempre. Si tenía un poste enfrente de la salida, me chocaba con él, o entraba en la playa a toda mecha como en las películas de James Bond a bordo de una motora último modelo.


Lo cierto es que, conmigo, la ley de Murphy se cumplía siempre. Si las cosas pueden salir mal, salen mal... Pero el caso es que la vela me gustaba, me gustaba mucho. Y como eran pacientes conmigo...

Así llegamos al tema "monitores". Los había de todos los tipos y pelajes: más locos y menos locos; tranquilos hasta la irritación o nerviosos como lagartijas. Pero, por lo general, destilaban ilusión y transmitían pasión, que es lo más importante: “¿No oyes cómo se queja el barco? ¿No sientes de dónde viene el viento...?” Y, aunque una fuera insensible como un leño, se ponía a escuchar -toda oídos-,  en busca de esa información confidencial y reservada a los iniciados.

Luego, o mejor dicho, más tarde, estaban las cenas, so pretexto de no coger el atasco del domingo de entrada a Madrid -picoteos pantagruélicos y risas sin fin hasta la medianoche...

Lo único que no consiguieron – y mira que se esforzaron- fue que me sintiera relajada y a gusto llevando la caña.

Así,  todavía hoy, reivindico el derecho a querer ser solo “foque” o “Pinito del Oro” en el trapecio... ¿Acaso no sobran patrones…?

P.S. Años después, ya viviendo en Santander, me descubrí  un buen día notando cómo cambiaba el viento y se volvía más húmedo, señal de que iba a llover en breve: algo aprendí...



miércoles, 6 de agosto de 2014

LAS HADAS DE BUSTILLO

Era el 7 de agosto. La Fiesta de la Cosecha.

Como todos los años, en las colinas de majuelos, las hadas abrían sus casas para cambiar de morada sus tesoros.

Por la noche, habría una gran celebración. Y en el claro del bosque, danzarían en círculo hasta el amanecer.


                                                    
           La ilustración es de Sonia Piñeiro. http://soniapineiroambrosio.blogspot.com.es

Todas tenían preparados sus vestidos de ala de mosca,  del color de la aurora, en la gama del rojo al amarillo. Para sus cabezas,  habían tejido guirnaldas de helechos, y escarpines de musgo para sus pies. Más tarde, se enjoyarían con pendientes de escarcha y collares de perlas del rocío de la mañana.

En las mesas, adornadas con rubíes, esmeraldas y zafiros, se había desplegado pan de semillas, amasado con aceite de oliva y miel de colmena. Caprichosamente, en cuencos y bandejas de nácar, se distribuían frutas apetitosas como uvas rojas y verdes, endrinas o avellanas. El vino de espino, endulzado con madreselva y trébol morado, era la única bebida.

Los instrumentos ya estaban dispuestos sobre la hierba: arpas, rabeles, violines, cajas de música con melodías misteriosas...

Ese día, en los campos se recogería el trigo. Por ello, los ratones estaban felices; y ya se veían con la panza llena de granos.

Al amanecer, empezaron a oírse las canciones de los segadores. Cuando volvieran, al caer la tarde, habrían de tener mucho cuidado y no comer ni beber nada que les ofrecieran las hadas, pues entonces quedarían hechizados, sin posibilidad de regresar con sus familias nunca jamás.